Los despidos, el mercado laboral y el “efecto cobra”

Por: Joaquín Barañao

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Considere estos tres ejemplos:

Con el objetivo de disminuir la población de unas peligrosas cobras, las autoridades de la India británica ofrecieron dinero por cada cadáver. Con la misma velocidad con la que emergen cintillos para los recitales de Alejandro Sánz, emprendedores locales criaron especímenes a mansalva de manera de canjear el botín. No quedó otra que cancelar el programa. Como nadie iba a mantener serpientes por amor al arte, los criadores las liberaron y la población aumentó.
Como parte de las medidas de combate contra la plaga de 1666, las autoridades londinenses ordenaron el sacrificio masivo de gatos y perros. Ignoraban que la Yersinia pestis es transmitida por las pulgas de las ratas, blanco favorito de, precisamente, gatos y perros.
En 2005, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático ofreció generosas recompensas por la destrucción del gas HFC-23, poderoso gas de efecto invernadero y subproducto del refrigerante HCFC-22. En consecuencia, empresarios inescrupulosos elevaron la producción del refrigerante con el objetivo de destruir más subproducto y recaudar millones. El aumento de producción redujo el precio del HCFC-22 y agudizó su uso en empresas frigoríficas, para desgracia de los osos polares de este mundo.

Moraleja: las políticas públicas perfectamente pueden generar consecuencias opuestas a las planeadas si el nuevo esquema de incentivos no es observado en forma integral. Lección que, a juzgar por el contenido, no estuvo a vista de un grupo de diputados oficialistas que hace algunas semanas presentaron una moción para limitar la causal de despido por “necesidades de la empresa”.

En la propuesta de los parlamentarios, “necesidades de la empresa” debe basarse en razones técnicas o económicas, consecuencia de circunstancias graves o irremediables de forma permanente. La necesidad debe ser objetiva y las razones acreditarse con pruebas. El despido debe ser realmente necesario y el trabajador no puede ser reemplazado. En caso de superarse la crisis que motivó el despido, el articulado establece la posibilidad de reincorporación en las mismas condiciones previas si así lo quisiera el trabajador, o una indemnización que sube de 30% de recargo a 100%.

Así como nadie duda de que las autoridades británicas genuinamente querían disminuir la población de cobras, las londinenses combatir la plaga y las del IPCC mitigar el cambio climático, nadie duda de que Andrés Giordano, Gael Yeomans y Marta González aspiran a mejorar la situación de los trabajadores. La pregunta es, ¿cabe la posibilidad de que a ellos también les salga el tiro por la culata?

No solo cabe la posibilidad. Es lo que con seguridad ocurriría.

Imagine un mundo en que no es posible despedir a un trabajador aun cuando ha demostrado sistemáticamente falta de motivación, capacidades para el cargo, responsabilidad, capacidad de trabajo en equipo, o cualquiera equivalente. Un mundo en que no queda otra que apretar los dientes y soportar con estoicismo a un trabajador conflictivo que vuelve irrespirable la atmósfera laboral y provoca la renuncia de otros, o que demostró derechamente ineptitud para la tarea encomendada.

De avanzar la moción, los empleadores tomarían todos los resguardos posibles. El primero de ellos sería materializar todos los despidos que hoy asoman como posibles antes de que se apruebe la nueva legislación. Ante la duda, actuar antes que sea imposible.

El segundo efecto sería el de evitar cuanto sea posible nuevas contrataciones y estirar el chicle al máximo con los diablos conocidos, apretando por aquí y por allá para sacar la pega adelante.

Paso siguiente. En aquellos casos en que personal adicional se vuelva ya inevitable, se evitaría por todo el tiempo que sea posible formalizar la relación mediante un contrato que amarra hasta el fin de los tiempos. Es una receta perfecta para la informalidad y la precarización. La versión menos aguda es la subcontratación, en que las empresas traspasan a otras instituciones el riesgo de ensartarse.

En paralelo, padeceríamos el flagelo invisible de empleos que nunca llegaron a existir.

Primero, porque la tasa de emprendimiento resentiría la nueva regulación. Imagine a una persona que cuenta con una buena idea, ganas y algo de capital, pero que carece de soporte de recursos humanos para el proceso de selección. Sabe que un error grueso en la selección inicial —y quien esté libre de cometerlo que arroje la primera piedra— podría ocasionar un infierno permanente. Es un factor de riesgo adicional, que en muchos casos terminará por inclinar la balanza en la dirección del desistimiento.

Segundo, porque una restricción como esta aceleraría la automatización. Las máquinas las puedo reemplazar cuando y cómo quiera. Más encima no se achanchan en sus puestos: no llegan tarde ni peregrinan de cafecito en cafecito a sabiendas de que son intocables. Innecesario aclarar que no es la regla que los trabajadores se achancharían, pero sería ingenuo negar que sí lo veríamos en algunos. La automatización es inevitable, pero es evidente que catalizarla no se cuenta entre los objetivos de este trío de parlamentarios.

Los despidos son ingratos. En ocasiones pueden suponer verdaderas tragedias para las familias afectadas. Pero es por eso que hemos diseñado amortiguadores, como las indemnizaciones. Debemos observar el fenómeno con gran angular, porque hacerlo con microscopio acaba por dañar a quienes queremos ayudar.

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