La Segunda

Las mil y una caras del Estatuto

Por: Maximiliano Duarte y José Antonio Valenzuela

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En las últimas semanas, diversos medios han señalado que el principio de protección a la confianza legítima —que resguarda la estabilidad de los funcionarios a contrata tras sucesivas renovaciones— habría desaparecido. Esto a raíz de un fallo de la Corte de Apelaciones de Talca, que rechazó el recurso de un periodista al que no se le renovó su contrata. Dicha corte sostuvo que ‘la denominada confianza legítima carece absolutamente de consagración normativa en nuestro ordenamiento jurídico’ y que se trata de una mera construcción administrativa.

La Corte Suprema confirmó la sentencia, sin agregar fundamentos. Pero poco duró este ‘giro doctrinario’, pues en fallos posteriores este tribunal ha revalidado expresamente el principio de confianza legítima.

Más allá de la controversia puntual, este episodio expone dos problemas estructurales. El primero es lo inestable que es la regulación cuando proviene de pronunciamientos específicos y no de políticas públicas de carácter general. Hasta hace poco, la Contraloría sostenía que bastaban dos renovaciones sucesivas para configurar el principio; la Corte Suprema elevó el estándar a cinco años, mientras algunos ministros de tribunales superiores —como en el caso de Talca— niegan derechamente su existencia. Este vaivén interpretativo refleja un problema más profundo: la proliferación de principios de aplicación antojadiza que los tribunales extraen como conejos del sombrero, transformando la interpretación jurídica en activismo judicial.

El segundo problema es de incentivos en la administración del Estado. El caso de Talca lo muestra con claridad. La Municipalidad de Curicó, enfrentada a un déficit presupuestario, decidió despedir a todos los funcionarios a contrata que no cumplían cinco años de servicio, precisamente para no infringir la confianza legítima. Daba igual si los desvinculados tenían mejor desempeño que quienes permanecieron; el incentivo dejó de ser la eficiencia del aparato estatal y pasó a ser evitar litigios.

Es momento de ponerle el cascabel al gato, legislar y fijar un marco claro para el empleo público: ingresos más exigentes, evaluaciones que incidan en la gestión y un sistema de desvinculaciones menos rígido que el actual. Cuando se habla de modernización todos piensan en tecnología, inteligencia artificial o transformación digital; pero mientras el régimen de contratas siga dependiendo de interpretaciones cambiantes y principios indeterminados, el Estado seguirá atrapado en su laberinto burocrático, con funcionarios inseguros, instituciones ineficientes y una justicia que, ante el silencio del legislador, termina ocupando un lugar que no le corresponde. La pelota la tiene el gobierno, ya sea este o el que venga a futuro, y ya no hay espacio para seguir tirándola al córner.

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